la conspiracion del ruido

Mes: septiembre, 2022

Charly García en estado de gracia

Al momento de grabar Parte de la religión (1987), Charly García buscaba reencauzar su carrera. Atrás quedaba el supergrupo —el trío GIT más Fito Páez— que había armado para presentar en vivo Clics modernos (1983) y luego grabar Piano bar (1984), y que tuvo su última actuación en el festival Rock and Pop el 13 de octubre de 1985 en el estadio de Vélez. Atrás quedaba también Tango (1986), el disco a dúo con Pedro Aznar, que dejó en García un sabor agridulce no tanto por el resultado artístico del álbum sino por los desangelados conciertos de presentación.

A comienzos de 1986, García había convocado a los integrantes de Fricción (Richard Coleman en guitarra, Christian Basso en bajo y Fernando Samalea en batería) más Andrés Calamaro en teclados, para conformar su nuevo grupo, al que bautizó Las Ligas. Lamentablemente, el proyecto terminó mucho más rápido de lo que García había pensado porque en noviembre de ese mismo año, Coleman, Basso y Calamaro desertaron poco antes de que comenzara el proceso de composición de las canciones de Parte de la religión.

A la lista de bajones hay que sumar un episodio traumático en la vida del artista: la muerte de su hermano Enrique, el 12 de diciembre de 1986 en un accidente vial en la provincia de Buenos Aires.

En el arranque del proceso creativo del que sería su cuarto álbum solista, García solo contaba con la compañía de Fernando Samalea, dato que marca la única similitud entre este disco y Yendo de la cama al living (1982), en el que García tuvo de ladero al baterista Willy Iturri.

Menos la batería, en Parte de la religión, García grabó todos los instrumentos y solo recurrió a un puñado de invitados: el grupo brasileño Os Paralamas Do Suceso para el “Rap de las hormigas”, David Lebón y su guitarra para “Buscando un símbolo de paz” y “Adela en el carrousel”; Cheryl Poirier y Paula Toller con sus voces en “No voy en tren”, “La ruta del tentempié” y “Buscando un símbolo de paz”. También participaron el percusionista brasileño Chacal, Daniel Melingo y Fabiana Cantilo.

Parte de la religión fue grabado en los estudios Panda (Buenos Aires), Sigla (Río de Janeiro), Chung King House of Metal y Electric Lady Studios (Nueva York), y sus ingenieros de grabación fueron Mario Breuer y Joe Blaney. El neoyorkino, también, fue el responsable de la mezcla del álbum, que salió a la venta el 26 de mayo de 1987.

La crítica de rock no se pone de acuerdo a la hora de analizar el primer envión solista de García. Están quienes afirman que Yendo de la cama al living, Clics modernos y Piano bar integran una trilogía; y están los que opinan que la trilogía la componen Clics modernos, Piano bar y Parte de la religión. Habría que revisar las dos hipótesis.

Yendo de la cama al living es el primer disco de García como solista; si bien en él se esboza una concepción rítmica más sustractiva —pero hasta ahí: “minimalismo y polirritmia” era una de las máximas de García en aquel entonces— y una tenue simplificación formal en la faz compositiva, sus directrices lo ligan a la última época de Serú Girán. De hecho, dos de las canciones del álbum —“Inconsciente colectivo” y “Yo no quiero volverme tan loco”— ya integraban el repertorio en vivo del cuarteto en sus últimos conciertos.

Clics modernos, en cambio, sí tiene el carácter de un nuevo comienzo. Y así lo pensó García. Antes de viajar a Nueva York para grabarlo, en declaraciones a la revista Gente, dijo estar “cansado de cantarle a la frustración. Quiero sacarme el casete de la cabeza, ese que tiene al policía y al Falcon. Quiero poner un casete virgen”.

Pero el casete no era virgen porque la Nueva York de mediados de 1983 tenía su propia banda sonora, que García abrazó con entusiasmo: The Message (1982), el primer disco del combo de rap Grandmaster Flash and the Furious Five, había salido pocos meses antes y sonaba en todas las esquinas, lo mismo que las canciones de The Clash, el cuarteto inglés que jugaba de local en una ciudad que se había rendido a sus pies; no menos importante fue el pulso bailable de Let’s dance (1983), el disco de David Bowie que aterrizó en las disquerías casi al mismo tiempo que el artista argentino hacía lo propio en el aeropuerto JFK, y que desde su título (“Bailemos”) anunciaba una nueva era en la música pop. La inmersión de García en el sonido pop internacional generó un agrio descontento en gran parte de su público cuando Clics modernos salió a la venta.

El segundo álbum solista de García es tecnología de punta, ritmos bailables e ironía. Si hasta “Los dinosaurios” parece fuera de lugar en un disco que, como había anticipado su autor, no debía incluir ni policía ni Falcon. La apuesta de García en este álbum marca un cambio tan rotundo en su carrera que impide pensar a Clics modernos como una continuación de Yendo de la cama al living.

Piano bar, por el contrario, está construido como un reverso de su antecesor. Permanece la ironía, siempre presente en la obra de García, pero la atmósfera del álbum es áspera y desencantada. En Piano bar las máquinas de ritmo aparecen solo en dos canciones, y el estudio de grabación, que en Clics modernos estaba pensado como una mesa de disección de laboratorio, es nada más y nada menos que una sala de ensayo. Y si en Clics modernos la cuerda se tensaba entre el sonido contemporáneo del pop internacional y la herencia del rock argentino, Piano bar es una olla a presión que encuentra su válvula de escape en la zapada como método constructivo: con su sintaxis minimalista, pifies y sonido crudo, el álbum es pura intuición, mugre e intensidad.

Hay demasiadas diferencias entre Yendo de la cama al living, Clics modernos y Piano bar como para pensarlos como partes de una misma secuencia conceptual, por lo que la idea de una trilogía queda descartada.  

Parte de la religión, entonces.

Si Clics modernos representó la entrada de García en los años 80 a través de su acercamiento a las nuevas tecnologías y a una nueva idea estética, rítmica y compositiva, Parte de la religión muestra hasta qué punto, cuatro años después, el artista manejaba esas herramientas como nadie. No hay disco de rock argentino editado en los años 80 que se acerque a la calidad sonora del cuarto trabajo solista del autor de “Adela en el carrousell”.

Esto tiene dos explicaciones. La primera, la sintonía fina que tejieron García y el ingeniero Joe Blaney. La segunda, el balance perfecto entre tecnología digital y textura analógica, particularmente audible en el trabajo de García como tecladista. Después del deslumbramiento que le produjo el aluvión tecnológico de la primera mitad de la década, hacia 1986, el futuro “Van Gogh pero con las dos orejas”, como lo definió genialmente el Flaco Spinetta, era un alquimista del sonido.

Algo debe haber tenido que ver la fascinación con Prince, a quien García estudió con fervor adolescente. Basta con escuchar el primer minuto de “Take me with you”, incluida en Purple Rain (1984), para comprobarlo.

En Parte de la religión, García usó los sintetizadores Yamaha DX7 y Roland Jupiter 6, y el Roland Digital Piano, a los que manipuló hasta convertirlos prácticamente en extensiones de sus manos para crear una paleta de colores, texturas y capas tímbricas como nunca se había escuchado en el rock argentino, y que lo colocaba en un plano de igualdad con cualquier artista internacional de primer nivel. ¿Suena exagerado? La suprema apertura de la canción que titula el álbum —un caleidoscopio hecho de piano, flauta, sitar y marimba— sirve para despejar cualquier duda.

Como en todo disco de García, el tango es una presencia escurridiza a la vez que ubicua. Pueden señalarse algunos destellos: la salida instrumental de los estribillos en “Parte de la religión”, la orquestación de “Adela en el carrousell”, las secciones instrumentales de “Ella adivinó”, el desarrollo melódico de “El karma de vivir al sur”…

Las diferencias tan marcadas entre Clics modernos y Piano bar reflejaban la búsqueda de García de un nuevo modo de componer y producir, con un oído pegado a la renovación que trajo aparejada la primera mitad de los años 80, y con el otro analizando su propia trayectoria.

Monolítico, Parte de la religión es la Polaroid de un artista en el momento que consolida un estilo y un lenguaje, que continuará en sus dos sucesores inmediatos: Como conseguir chicas (1989) y Filosofía barata y zapatos de goma (1990).  

Para cerrar el tema de las trilogías, hay que consultar al periodista y editor Roque Di Pietro —autor de los dos mejores libros que se hayan escrito sobre García (los volúmenes Esta noche toca Charly, publicados por Gourmet Musical)—, que se refiere a estos tres trabajos como “la trilogía CBS” porque son los primeros discos publicados por la multinacional.  

Explica Di Pietro: “Yo interpreto la trilogía CBS como la inauguración del período clásico de Charly García, que se extiende hasta el regreso de Serú Girán en 1992 y durante todo 1993 con actuaciones estupendas de Charly, pero sin disco nuevo, y se clausura en 1994 con el álbum La hija de la lágrima. En esos tres discos publicados por CBS se puede encontrar una línea que los unifica (a pesar de que Parte de la religión es un disco hecho en soledad y los otros dos los graba con su banda) en el sonido y en la temática del repertorio que, como siempre, es cómo se siente Charly, pero que ahora prácticamente le cierra la puerta a lo que pasa en la calle, la coyuntura social, por decirlo de algún modo. Son los primeros discos para una multinacional como CBS: era la primera vez que Charly fichaba para un sello multinacional, la primera vez que sus discos se editaban en simultáneo en varios países del continente —incluido Brasil—, la primera vez que Charly empieza a girar sistemáticamente en Latinoamérica; esa idea de exportar su música, que siempre estuvo en él, se materializa aquí por primera vez con el apoyo corporativo de un sello poderoso”.

Las presentaciones en vivo de Parte de la religión comenzaron el 8 de julio de 1987 en la discoteca Space de Rosario. Ya sin Las Ligas, García armó la que quizás haya sido su mejor banda: Carlos García López en guitarra, Fernando Lupano en bajo, Fernando Samalea en batería, Fabián Von Quintiero y Alfi Martins en teclados y Fabiana Cantilo en coros. Nueve canciones de este concierto pueden escucharse en You Tube con buen sonido.

Pero el mejor registro de este período dorado es el concierto en Obras Sanitarias filmado en abril de 1988, editado por Video Scope en VHS. Son dieciséis canciones extraordinarias interpretadas por un ensamble fuera de serie. Solo hay que tipear “Charly García Obras 1988” en You Tube, subir el volumen y ponerse cómodo para disfrutar de uno de los compositores centrales de la música popular argentina en estado de gracia.     

(Publicado en http://www.sumapolitica.com.ar)

El rock y la guerra

A poco de comenzar la guerra de Malvinas, la dictadura prohibió la difusión y publicación de música en inglés. La medida no se materializó en una ley o un decreto sino que tomó la forma de una “recomendación” del Comfer a las radios y compañías discográficas. El resultado fue la difusión sin pausa, televisiva y radial, de artistas a los que la dictadura había hostigado a través de censuras, amenazas, exilios forzados, listas negras y razias en los recitales.   

Es antipático mencionarlo, pero el absurdo diktat militar aceleró la ya por entonces innegable popularidad del rock argentino. De la noche a la mañana, los programadores radiales tuvieron que pedir a las compañías discos de artistas que hasta días antes del conflicto integraban las listas negras. Y las compañías comenzaron a incorporar grupos y solistas jóvenes a sus catálogos para poder satisfacer la demanda de música.

Los canales de televisión, en poder del Estado, no quedaron al margen: en 1982, ATC y Canal 13 pusieron al aire dos programas dedicados al rock argentino: Rock R.A. y Prohibido para mayores. En su libro Rock y dictadura, Sergio Pujol apunta que “no se entendía bien por qué no eran el folklore y el tango los géneros naturalmente beneficiados por la medida (…) había una razón política más llana para que el rock se enseñoreara de los medios: el Gobierno buscaba congraciarse con los jóvenes; era una forma de reforzar el aspecto psicológico de la guerra, postergando por un tiempo los prejuicios y las advertencias sobre el joven sospechoso”.

La paradoja adquirió un perfil surrealista cuando la canción Solo le pido a Dios, de León Gieco, dejó de integrar la lista negra para ser declarada de interés nacional.

La prohibición generó un súbito “ensanchamiento” del rock como género, efecto que Eduardo Berti analiza en su libro Rockología: “En las recopilaciones, en las promociones, artistas como Piero, Mónica Posse, Silvio Rodríguez o Sandra Mihanovich aparecían agrupados bajo el rubro «rock» (…) Que bajo el término rock se considerase a Ignacio Copani o a Liliana Herrero no habló tanto del afán expansionista del rock como del conservadurismo de los sectores ortodoxos, para los cuales dichas propuestas no entraban en su definición de tango, balada o folclore”.

En ese ensanchamiento entra la trova rosarina. Juan Carlos Baglietto había comenzado su camino hacia el éxito el 7 de agosto de 1981, cuando se convirtió en la revelación del festival que la revista Humor organizó en el estadio Obras Sanitarias como protesta contra la presencia de Frank Sinatra en Buenos Aires. Esa actuación consagratoria fue clave para que el sello EMI decidiera contratarlo.

Algunos meses más tarde, el 14 de mayo de 1982, en pleno conflicto bélico, el rosarino validó su popularidad sobre el mismo escenario, dos días antes del Festival de la Solidaridad Latinoamericana, el encuentro musical que la dictadura organizó, en teoría, a beneficio de los soldados que combatían en las Malvinas, un mes antes de la rendición.

El festival, que pervive como una sombra negra en la historia del rock argentino, se llevó a cabo el 16 de mayo en las canchas de rugby y hockey de Obras Sanitarias. Fue transmitido en directo por Canal 9 y las radios Del Plata y Rivadavia, y convocó a más de sesenta mil personas. Entre los artistas que pasaron por el escenario estuvieron León Gieco, Pedro y Pablo, Dulces 16, Litto Nebbia, Spinetta, Charly García, David Lebón y Raúl Porchetto. La organización corrió por cuenta de los cuatro empresarios más importantes del rock argentino en aquel entonces: Pity Iñurrigarro, Daniel Grinbank, Oscar López  y Alberto Ohanian.

Buscando sumar voces nuevas, los productores habían convocado a Los Violadores y a Virus para que se sumaran a la grilla de artistas. En ambos casos la respuesta fue negativa. La banda de los hermanos Moura escribió una canción titulada “El banquete”, que apareció en su segundo disco de estudio, Recrudece, editado ese mismo año. Roberto Jacoby, autor de la letra, explicó que “se refiere a las cenas organizadas por la dictadura para urdir el acuerdo multipartidario luego de la derrota de Malvinas”. Parte de la letra decía: “Han sacrificado jóvenes terneros / Para preparar una cena oficial / Se ha autorizado un montón de dinero / Pero prometen un menú magistral”.

El público canjeó sus entradas por ropa, chocolates, cigarrillos y alimentos no perecederos, que se acumularon en medio centenar de camiones. El destino de esas donaciones sigue siendo un misterio.

Los principales medios de comunicación de la época se plegaron al discurso oficial. Expresiones como “fervor patriótico” y “música moderna de raíz popular” se repitieron en las editoriales que diarios y revistas dedicaron al evento. Una de las pocas voces críticas fue la de Enrique Symns, que en las páginas de la revista Pan Caliente criticó a los artistas que aceptaron participar del festival.

Poco tiempo después, los gustos del nuevo público ya estaban en sintonía con el cambio de marea. Miguel Mateos, Soda Stereo, Los Abuelos de la Nada, Virus, Los Twist y Viudas e Hijas de Roque Enroll modelaron el cambio de paradigma que estalló con el retorno de la democracia.

Tan impactante como lo ocurrido en el plano musical fue lo que ocurrió con las letras. En las canciones que sonaban por la radio ya no se hablaba, en palabras del periodista Alfredo Rosso, “de utopías colectivas de cambio: había corrido demasiada sangre en los años previos. La nueva generación estaba concentrada en la primera persona del singular”.

Tres canciones alcanzan para mostrar la profundidad del cambio en las modalidades expresivas y elecciones poéticas en el rock argentino luego del recambio generacional.

“No bombardeen Buenos Aires”, incluida en Yendo de la cama al living (1982), refleja la veloz capacidad de adaptación de Charly García, uno de los popes de la vieja guardia. Si en “Canción de Alicia en el país”, publicada dos años antes en el disco Peperina (1980), de Serú Girán, García había resumido de manera metafórica y dramática el terror vivido bajo la dictadura, en “No bombardeen Buenos Aires” canjeó dramatismo por sorna.    

Ellos nos han separado”, firmada por Federico Moura y Roberto Jacoby, pertenece al álbum Agujero interior (1983) de Virus. La letra trata sobre la desaparición forzada de Jorge, el mayor de los hermanos Moura. Sin embargo, la canción se presenta como una oda bailable cargada de esperanza, sin el menor rastro de morbo o truculencia.

“Pensé que se trataba de cieguitos”, pieza clave del primer álbum de Los Twist (La dicha en movimiento, 1983), es el relato en clave humorística de un secuestro a manos de un grupo de tareas de la dictadura. Esta canción fue uno de los hits del verano 83-84.

Cinco años después de la guerra, en 1987, en una entrevista con Eduardo Berti, Fito Páez explicaba los cambios que se habían operado en su poética tras abandonar las filas de la trova rosarina: “Ya no cuento historias para que la gente las entienda, sino que busco palabras que suenen como un cross. Hay otras palabras, en cambio, que prefiero no usar más, como arte, pueblo, patria, que en realidad no quieren decir nada. Los temas que escribía para Baglietto eran casi como una ópera, de tan pasionales no decían nada”.

La prohibición de la música en inglés generó un movimiento tectónico en la música argentina al poner en evidencia el contraste que existía entre el dogma que había dado forma al rock de los 70 y los ideales de la nueva generación. En resumen: adiós a la solemnidad en las letras, adiós a los recitales en los que el público escuchaba sentado y en silencio, adiós a la complejidad, a esa altura soporífera, del jazz rock y el rock sinfónico. En el lapso de un año, la música se volvió irreverente y bailable, y evidenció que el horror de la dictadura podía ser tratado de una manera diferente.

(Publicado en La Capital. Septiembre 2022).