Un cometa llamado Virus

por poseidodelalba

El verano 85-86 fue la última vez que el Halley alcanzó su punto de mayor cercanía con la Tierra.  Las noches de aquel enero, mis primos y yo las pasamos tumbados en reposeras, la vista fija en el cielo, con la esperanza de ver el cometa del que hablaban los diarios y la televisión, mientras escuchábamos Piano Bar (1984), de Charly García, La dicha en movimiento (1983), de Los Twist, y Nada personal (1985), de Soda Stereo. A los Soda los conocía porque los habíamos visto el verano anterior en los carnavales de la Sociedad Rural y por algunas notas de la revista Pelo, pero a los Virus no los había registrado hasta que la profusa difusión radial de “Una luna de miel en la mano” hizo que me obsesionara con esa canción que mencionaba al cometa.

Con las sucesivas escuchas, el Halley pasó a un segundo plano, sobre todo cuando me di cuenta de que las primeras palabras de Moura se referían al modo en que alguien lo dirigía telepáticamente a la hora del placer. A los once años, el sexo era algo inminente y a la vez muy lejano, y acercarme al significado de esos versos que tanto me gustaba cantar fue toda una revelación: “Tu imaginación me programa en vivo / llego volando y me arrojo sobre ti / salto en la música, entro en tu cuerpo / cometa Halley, cópula y ensueño”.

Ya en la adolescencia, cuando escuchar discos, tocar la batería y leer revistas de rock era todo lo que hacía además de ir al colegio, y sobre todo después de curtir los primeros trabajos de Virus, Locura (1985) perdió su lugar de privilegio frente a la rebeldía festiva de Recrudece (1982) y Agujero interior (1983). Me costaba volver a identificarme con las letras románticas, alejadas del humor ácido que había hecho de Virus, en sus orígenes, algo parecido a una sofisticada banda new wave de protesta hija del Di Tella.

Cierto fundamentalismo setentista que me inocularon algunos amigos mayores que yo mientras me revelaban las maravillas de Invisible, Color Humano, Aquelarre y Pescado Rabioso hizo que ocultara mi amor por la música de Virus. Frente al cuelgue de psicodelia eléctrica y rock progresivo de aquellos grupos, Virus y Soda Stereo aparecían como una mancha “comercial” en mi discoteca. Mucho tiempo después entendí que el rock de los 80 talló su identidad poniendo en crisis las certezas que habían definido el imaginario de los años 70. Si Virus y Soda —por lo menos el Soda anterior a Canción animal (1990)— querían alejarse del legado de Vox Dei y Pescado Rabioso, ¿qué sentido tenía compararlos?

Hace poco volví a escuchar Locura y todo cambió, los viejos defectos se presentaron como virtudes. En ocho canciones de amor completamente alejadas de la relectura new wave del rock de los 50 que había caracterizado los primeros discos de Virus, Locura se erige como la cima del pop de sintetizadores de los años 80. Relax (1984), su antecesor, reflejaba ya desde su título la necesidad del grupo de bajar el tempo de las canciones, abandonando de a poco la impronta hiperquinética y bailable. Los teclados adquirieron un rol preponderante y la vieja batería acústica de Mario Serra fue reemplazada por una Simmons. “Dame una señal”, un anticipo del clímax romántico, es la llave de esa progresiva desaceleración. En la discografía de Virus, Relax es el puente entre la primera época de la banda, desfachatada, discotequera y acelerada, y la final, madura, hedonista y sensual.

Locura es un disco de amor en un sentido proustiano, cada una de sus canciones aborda una obsesión diferente, tal como ocurre en las novelas de En busca del tiempo perdido: los celos enfermizos y la reclusión de la persona amada (“Destino circular”), el deseo voraz (“Pronta entrega”), el placer ocasional como modo de conjurar el vacío (“Tomo lo que encuentro”)…

La banda suena helada, nada queda del sudor rockero de Recrudece y Agujero interior, y quizás la mejor decisión de los Virus en la mezcla del álbum haya sido oponer a ese diseño sonoro gélido la honda calidez de la voz de Federico Moura, tan intensa en su vaivén entre la desprotección, la entrega, el vicio y la apatía. Nada personal, editado ese mismo año, comparte el concepto del sonido artificial —ni hablar del segundo álbum de GIT, también del 85— pero la voz de Gustavo Cerati está bañada en látex. El arrullo tibio de Moura, en cambio, hace de cada palabra una declaración de amor, incluso en los momentos que transmite indiferencia y lejanía.

Locura es un disco elegante, orientado hacia la seducción, distante y entregado a la vez, predispuesto al goce pero no al compromiso. Carece de la urgencia de sus antecesores, su impronta es reposada y madura, como la de un sibarita experimentado que se toma su tiempo para disfrutar en cámara lenta, o como la un adicto que se sabe hundido en el vicio y a la vez se siente mejor –y más frágil– después de consumir eso que lo hace feliz, aunque sea por un rato.